miércoles, 16 de enero de 2019

III. Tierra




Tengo los labios curtidos, mi saliva no logra humedecerlos. La aspereza es cruel en los dedos. Preparo el mantel, los platos y los vasos. Ya no nos quedan cubiertos. Observo que las tazas también desaparecen. Todavía no oscurece y ya son las ocho. Llegas y me saludas con seriedad. Inmediatamente te das vuelta para ofrecerme una mirada de ternura. Terminas de preparar la mesa y nos sentamos a comer. Hablamos de mil cosas sin importancia. Usamos nuestras manos de forma exagerada, grotesca. En un breve instante en el que el silencio es posible, observo la bolsa de basura que cuelga de un armario. Está agujereada y chorrea. De pronto recuerdo que alguna vez me llevaste a una esquina que da a la Panamericana porque era tu lugar especial. Pero era temprano por la mañana. Nuestras bocas olían a alcohol. Mis medias estaban rotas. Volvimos otro día, tiempo después. Era la hora mágica. Compramos unas birras. Unos maníes chinos. Nos la pasamos bien observando la procesión de autos como barcos que dejaban una estela de cemento y tierra. Este recuerdo caprichoso quiere de pronto convertirme en una ficción apremiante. Porque de este silencio de bolsa chorreando, de manos que quieren hacer desaparecer silencios, espero que nos podamos decir algo más. 
Me levanto de la mesa. Voy al baño. Paso por la habitación. Acaricio las sábanas que estiramos por la mañana. Te escucho lavar los platos. Camino hacia el living, enciendo el velador. Me acerco a la ventana. De la calle me llegan unas risas. Puertas de autos abriéndose. El motor que se aleja. De algún modo sé que se termina de esta manera. Con los mismos sonidos, los mismos colores. Metiéndonos dentro de las sábanas. Abrazándonos la piel. Levantándonos por la mañana. Yendo a trabajar.
Son las diez de la noche. El cielo está parcialmente nublado. La humedad es del cincuenta por ciento.

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