miércoles, 16 de enero de 2019

I. Fuego



Mi abuela solía contarme que se acordaba cuando de pequeña se le quemó la casa. Una llamarada tan grande. Indestructible. Una cosa increíble y devastadora. Todavía escuchaba como todo rechinaba con el gusto de sentirse derrotado. Como de vez en cuando el techo se iba desplomando. Las escaleras. Las paredes. Los vecinos decían que la había prendido fuego a propósito su padre porque sospechaba que la madre salía con otro hombre. Pero ella no lo entendía a esa edad. Simplemente su casa ardía para siempre junto con todo lo que podía recordar. Creo que nunca lo entendió del todo de todas formas. Mi abuela es cenizas ahora. O era.  Mi madre las tenía en un cofre en el jardín. No quería tenerlas dentro de la casa. Era gracioso verla por las tardes regando las plantas mientras le charlaba al cofre. Eso lo hizo hasta un día en el que se levantó y empezó a llenar cajas con objetos de diferentes tamaños. Ensimismada en la televisión, no supe bien qué cosas eran al principio, pero de vez en cuando me distraía el andar de mi madre desde el interior de la casa al parque de atrás. En un primer momento hacía los traslados con una disciplina rigurosa y lenta. Luego la dominó la impaciencia y ya no se molestaba porque entre todo perfectamente en las cajas. Después ya no le importó tirarlas así nomás, como le cabían en los brazos. Entonces fue cuando noté la pila de muebles, objetos, ropa. El sillón de papá. Su radio. Sus camisas. Sus trofeos. Sus medias y perfumes. Tan categóricamente padre y sin embargo no servía siquiera para quedarse echado y regañar. Eso decía mi madre mientras encendía una fogata de todo aquello.  Una llamarada tan grande. Indestructible. Una cosa increíble y devastadora.  Me dijo “traeme a la abuela”. Vació las cenizas entre las flores y echó el cofre al fuego antes de que los bomberos llegaran. Antes de que los vecinos llamaran a los bomberos. Antes de eso, pude ver como  todo rechinaba con el gusto de sentirse derrotado. Las cosas se tornaban blandas y absurdas.  Empapadas de fuego. Verde. Azul. Violeta. Rojo. Amarrillo. Rojo. Naranja. Rojo.
Aquel mismo año me dijeron que el corazón es el órgano que más se resiste a la combustión. Mientras el humo invadía nuestra casa, recordé al monje budista que se prendió fuego a sí mismo hasta morir.  Reducido a cenizas, su corazón no se quemó. Me sigo oliendo las manos y recordando aquello. Y lo recordé cuando cruzamos mirada y todo se prendió fuego dentro mío. Una cosa increíble y devastadora. Dos miradas que se buscaron y sintieron la vergüenza de sentirse expuestas, así, con esa brevedad de chispa que incendió todo. Todo era rojo. Amarillo. Naranja. Rojo.  Tu pelo. Tu rostro. La serenidad de tu concentración. La esperanza de la admiración plena.
Me pregunté entonces cómo mi abuela no pudo rescatar nada. Como  mi madre no quiso rescatar nada.
 En el este, los bosques se incendian en este momento.

II. Agua




Voy a buscarte. Te veo cruzar la vereda con ademanes de tropiezo. No esperas que los semáforos cambien. No crees en la razón de la espera. Casi tropiezo yo también por seguirte con la mirada. Voy a buscarte. Eso hago bien. Ir a buscarte, llevarnos a pasear. Creo recordar que alguna vez me dijiste que cuando hace frío y viento, el sonido de las hojas moviéndose suena distinto. En eso pienso mientras desvió la mirada hacia los árboles y dejo que te acerques. Nos abrazamos. Increíblemente en ese momento no tropezamos. Me acomodo la ropa, corro mi pelo detrás de las orejas. No entiendo cómo elegí lo que me puse. Manejo por las calles de los barrios, no importa si tardo más. Me gusta imaginar la vida privada dentro de todas esas casas, sobre todo si es de noche. Entonces me decís que te gustan las luces tenues de los veladores cerca de las ventanas que dan a la calle, el olor a salsa, escuchar algún instrumento sonando y nunca vislumbrar siquiera la sombra de una persona dentro. Te sonrío. Te digo tantas veces que estaba pensando lo mismo que ya no me animo a decírtelo. Elijo elaborar sobre la idea hasta que estacionamos. Caminamos hasta el río. Suenan nuestras latas al abrirse. Brindamos por esa calma necesaria. Por el horizonte de agua aunque esté oscuro y solo veamos puntitos luminosos, veladores encendidos en los barcos. Me contas que en tu niñez tenías un libro que se llama Boya. Una boya roja con una campana y un farol que vivía sola en el mar. Tenía por amigas a una foca y una gaviota. Me decís que era uno de tus libros favoritos. Que había algo en ese libro que siempre lograba conmoverte una y otra vez. Me decís que no crees ya tener ese sentimiento. Que todo te aburre demasiado rápido. Luego te quedas en silencio y recapacitas. Me decís que en realidad eso te pasa con las personas. Entonces quiero convertirme en una boya roja con una campana y un farol que ilumine toda la noche. Elijo decirte que no creo que sea así en realidad. Acaricias mi mano en agradecimiento y te paras. Me enriedo viéndote ir y venir por el anfiteatro abandonado. Quiero levantarme e ir a buscarte. No puedo. 
Me siento flotando. 
Pasa cerca de mí una chica en bicicleta. Una pareja paseando un perro. Un tipo con ropa deportiva hablando por teléfono. Tu voz me llega como un eco. Ya no vislumbro tu sombra.



III. Tierra




Tengo los labios curtidos, mi saliva no logra humedecerlos. La aspereza es cruel en los dedos. Preparo el mantel, los platos y los vasos. Ya no nos quedan cubiertos. Observo que las tazas también desaparecen. Todavía no oscurece y ya son las ocho. Llegas y me saludas con seriedad. Inmediatamente te das vuelta para ofrecerme una mirada de ternura. Terminas de preparar la mesa y nos sentamos a comer. Hablamos de mil cosas sin importancia. Usamos nuestras manos de forma exagerada, grotesca. En un breve instante en el que el silencio es posible, observo la bolsa de basura que cuelga de un armario. Está agujereada y chorrea. De pronto recuerdo que alguna vez me llevaste a una esquina que da a la Panamericana porque era tu lugar especial. Pero era temprano por la mañana. Nuestras bocas olían a alcohol. Mis medias estaban rotas. Volvimos otro día, tiempo después. Era la hora mágica. Compramos unas birras. Unos maníes chinos. Nos la pasamos bien observando la procesión de autos como barcos que dejaban una estela de cemento y tierra. Este recuerdo caprichoso quiere de pronto convertirme en una ficción apremiante. Porque de este silencio de bolsa chorreando, de manos que quieren hacer desaparecer silencios, espero que nos podamos decir algo más. 
Me levanto de la mesa. Voy al baño. Paso por la habitación. Acaricio las sábanas que estiramos por la mañana. Te escucho lavar los platos. Camino hacia el living, enciendo el velador. Me acerco a la ventana. De la calle me llegan unas risas. Puertas de autos abriéndose. El motor que se aleja. De algún modo sé que se termina de esta manera. Con los mismos sonidos, los mismos colores. Metiéndonos dentro de las sábanas. Abrazándonos la piel. Levantándonos por la mañana. Yendo a trabajar.
Son las diez de la noche. El cielo está parcialmente nublado. La humedad es del cincuenta por ciento.

IV. Aire


Subo las escaleras concentrándome en la distancia de cada escalón. Me corro el flequillo porque me da calor. Huelo en mis manos el óxido de la baranda. Me abrís la otra puerta, la que da hacia dentro. Me siento en el sillón con la urgencia de querer situarme junto a los objetos que te rodean. Observo tus movimientos al dejar las llaves en la puerta, acomodarte la remera, correrte el pelo detrás de las orejas. Te observo mirar el piso, pensar una frase para disculpar el estado de tu casa. Salvo esto último, pienso que lo que observo son todos tus movimientos cotidianos. Me alegro sonriendo levemente. Eso te hace ruborizar. Disimulas sentándote en la silla del escritorio, preguntándome qué me gustaría escuchar. No esperas respuesta. Me decís, tenes que escuchar esto, es todo lo que está bien en el mundo. Yo te digo que vos sos todo lo que está bien en el mundo y te pregunto si te acordás de los besos detrás del sillón o de la vez que abrimos nuestras bocas y nos salieron sombras largas y densas, y de cómo todo eso fue luz también. Me ofreces un mate, me mostrás la planta que cuidas, la que no sabemos el nombre pero que vive a pesar de todo. Un cuadro impresionista decora tu baño. Tu cuarto desde las tinieblas invoca una tranquilidad fresca. Dejo a mis dedos pasear por las paredes mientras me pregunto cómo llegará el sol por las mañanas. Te pregunto si te acordás de los tachones en tus notas, de los libros que arreglaste con cinta, de la vez que me contaste que lloraste o cuando nos abrazamos cayéndonos por las escaleras. Me ofreces otra cerveza. Te prendes otro cigarro. Junto las migas que quedaron. Voy a la cocina y busco el tacho. Miro hacia afuera a través de la ventana y escucho como el grillo invita a la noche. Buscas las llaves. Te digo que las dejaste en la puerta. Mientras bajamos, te das vuelta tomando coraje y me preguntas si yo te quería decir algo. Te digo que solo quería saber cómo estabas. Le sacas tensión a tus hombros mientras una ráfaga de viento golpea la puerta que da hacia adentro. 
No te preocupes, pasa todo el tiempo.
Recibo tu abrazo a través de la reja que se cierra.