miércoles, 29 de enero de 2020

Tierra II




Cada vez que te cruzo sos tan catastróficamente vos que parece ser cierto que cada espacio que ocupas es el mismo. En la ventanilla del colectivo aplastas un lado de tu rostro mirando de reojo el movimiento de las cosas. Siempre escuchas música. Cuando andás en bicicleta también. Siempre estas arreglando los cables de los auriculares con un cigarrillo en la boca. Achinas los ojos por el humo. Arriba de la bicicleta te ves largo y con una mirada más a gusto. Alguna vez me contaste que encontraste las llaves de tu casa en la maceta del frente de la casa de tu amigo, en el medio de la calle o perdida entre los bolsillos de los abrigos que no usas.  Alguna tarde de domingo me pareció verte en el tren que va a Capilla y cuando te pregunté me dijiste que tal vez era cierto. Desde las sombras escuché que susurrabas que todo está en llamas o eso creí escuchar porque siempre me hablas como yéndote deprisa por entre medio de los árboles y vaya a saber por qué me encuentro en un bosque eterno.

Las esquinas en las que te veo quizás las imagino. Siempre me preguntas cómo te veo. Festejas mis detalles  con entusiasmo y seguís preguntándome sin confirmar o negar todo esto. En los accidentes y las virtudes, en la resolana de agua acumulada en las veredas, un ritmo de motor que se aleja, pasos que cruzan. Estiras tus brazos en un bostezo, acomodas tu ropa y levantas la vista hacia la ventana en la que me encuentro. Quizás logro observar como una mueca de sonrisa se anuncia en tu boca y en tus ojos, la claridad del reconocimiento. Levantas  un brazo como para saludarme pero con la curva ya no puedo verte y pienso que tal vez es sólo un deseo mío.

O quizás fue cierto que al verme bajaste del colectivo y al alcanzarme tomaste mi mano y me dijiste  que estaba bien, que  vos tampoco entendías del todo cómo es que palpitamos al nombrarnos. Que nada de lo que realmente decimos es cierto por miedo a reconocer las cosas que se nos escapan, que tejen su entramado de casualidades y gestos en cualquier espacio que siempre va a llevar a encontrarnos. Pero seguramente todo sea mi mareo o un capricho de ansias de drama, la perturbación necesaria de una personalidad afín a los desencantos de la esperanza, a una poesía fija en las cosas concretas. O quizás sea el ridículo de un sentimiento que no entiende de los caminos, que no sabe bajarse y pedir permiso, hay alguien que yo conozco y que quiero saludar.
Alguna vez me supiste decir que me viste caminando por la calle, cruzando veredas sin conciencia, llevándome puesta a la gente, comprando mandarinas. Juntando las cosas de mi mochila, arreglándome la ropa, prendiendo un cigarrillo. Siempre con la mirada perdida que hace que nunca puedas acercarte, como si apremiara realmente el tiempo de cruzar para llegar a algún lado. Mirando vidrieras. Corriendo colectivos. Abriendo paraguas.

Alguna vez supiste decirme que parecía que me daba cuenta y levantaba mi mano para saludarte, que se dibujaba una sonrisa en mi boca. Pero la luz de giro, la bocina corta, el semáforo en verde, las personas esperando del otro lado de tu vida.

Te dije que tal vez era cierto.

miércoles, 16 de enero de 2019

I. Fuego



Mi abuela solía contarme que se acordaba cuando de pequeña se le quemó la casa. Una llamarada tan grande. Indestructible. Una cosa increíble y devastadora. Todavía escuchaba como todo rechinaba con el gusto de sentirse derrotado. Como de vez en cuando el techo se iba desplomando. Las escaleras. Las paredes. Los vecinos decían que la había prendido fuego a propósito su padre porque sospechaba que la madre salía con otro hombre. Pero ella no lo entendía a esa edad. Simplemente su casa ardía para siempre junto con todo lo que podía recordar. Creo que nunca lo entendió del todo de todas formas. Mi abuela es cenizas ahora. O era.  Mi madre las tenía en un cofre en el jardín. No quería tenerlas dentro de la casa. Era gracioso verla por las tardes regando las plantas mientras le charlaba al cofre. Eso lo hizo hasta un día en el que se levantó y empezó a llenar cajas con objetos de diferentes tamaños. Ensimismada en la televisión, no supe bien qué cosas eran al principio, pero de vez en cuando me distraía el andar de mi madre desde el interior de la casa al parque de atrás. En un primer momento hacía los traslados con una disciplina rigurosa y lenta. Luego la dominó la impaciencia y ya no se molestaba porque entre todo perfectamente en las cajas. Después ya no le importó tirarlas así nomás, como le cabían en los brazos. Entonces fue cuando noté la pila de muebles, objetos, ropa. El sillón de papá. Su radio. Sus camisas. Sus trofeos. Sus medias y perfumes. Tan categóricamente padre y sin embargo no servía siquiera para quedarse echado y regañar. Eso decía mi madre mientras encendía una fogata de todo aquello.  Una llamarada tan grande. Indestructible. Una cosa increíble y devastadora.  Me dijo “traeme a la abuela”. Vació las cenizas entre las flores y echó el cofre al fuego antes de que los bomberos llegaran. Antes de que los vecinos llamaran a los bomberos. Antes de eso, pude ver como  todo rechinaba con el gusto de sentirse derrotado. Las cosas se tornaban blandas y absurdas.  Empapadas de fuego. Verde. Azul. Violeta. Rojo. Amarrillo. Rojo. Naranja. Rojo.
Aquel mismo año me dijeron que el corazón es el órgano que más se resiste a la combustión. Mientras el humo invadía nuestra casa, recordé al monje budista que se prendió fuego a sí mismo hasta morir.  Reducido a cenizas, su corazón no se quemó. Me sigo oliendo las manos y recordando aquello. Y lo recordé cuando cruzamos mirada y todo se prendió fuego dentro mío. Una cosa increíble y devastadora. Dos miradas que se buscaron y sintieron la vergüenza de sentirse expuestas, así, con esa brevedad de chispa que incendió todo. Todo era rojo. Amarillo. Naranja. Rojo.  Tu pelo. Tu rostro. La serenidad de tu concentración. La esperanza de la admiración plena.
Me pregunté entonces cómo mi abuela no pudo rescatar nada. Como  mi madre no quiso rescatar nada.
 En el este, los bosques se incendian en este momento.

II. Agua




Voy a buscarte. Te veo cruzar la vereda con ademanes de tropiezo. No esperas que los semáforos cambien. No crees en la razón de la espera. Casi tropiezo yo también por seguirte con la mirada. Voy a buscarte. Eso hago bien. Ir a buscarte, llevarnos a pasear. Creo recordar que alguna vez me dijiste que cuando hace frío y viento, el sonido de las hojas moviéndose suena distinto. En eso pienso mientras desvió la mirada hacia los árboles y dejo que te acerques. Nos abrazamos. Increíblemente en ese momento no tropezamos. Me acomodo la ropa, corro mi pelo detrás de las orejas. No entiendo cómo elegí lo que me puse. Manejo por las calles de los barrios, no importa si tardo más. Me gusta imaginar la vida privada dentro de todas esas casas, sobre todo si es de noche. Entonces me decís que te gustan las luces tenues de los veladores cerca de las ventanas que dan a la calle, el olor a salsa, escuchar algún instrumento sonando y nunca vislumbrar siquiera la sombra de una persona dentro. Te sonrío. Te digo tantas veces que estaba pensando lo mismo que ya no me animo a decírtelo. Elijo elaborar sobre la idea hasta que estacionamos. Caminamos hasta el río. Suenan nuestras latas al abrirse. Brindamos por esa calma necesaria. Por el horizonte de agua aunque esté oscuro y solo veamos puntitos luminosos, veladores encendidos en los barcos. Me contas que en tu niñez tenías un libro que se llama Boya. Una boya roja con una campana y un farol que vivía sola en el mar. Tenía por amigas a una foca y una gaviota. Me decís que era uno de tus libros favoritos. Que había algo en ese libro que siempre lograba conmoverte una y otra vez. Me decís que no crees ya tener ese sentimiento. Que todo te aburre demasiado rápido. Luego te quedas en silencio y recapacitas. Me decís que en realidad eso te pasa con las personas. Entonces quiero convertirme en una boya roja con una campana y un farol que ilumine toda la noche. Elijo decirte que no creo que sea así en realidad. Acaricias mi mano en agradecimiento y te paras. Me enriedo viéndote ir y venir por el anfiteatro abandonado. Quiero levantarme e ir a buscarte. No puedo. 
Me siento flotando. 
Pasa cerca de mí una chica en bicicleta. Una pareja paseando un perro. Un tipo con ropa deportiva hablando por teléfono. Tu voz me llega como un eco. Ya no vislumbro tu sombra.



III. Tierra




Tengo los labios curtidos, mi saliva no logra humedecerlos. La aspereza es cruel en los dedos. Preparo el mantel, los platos y los vasos. Ya no nos quedan cubiertos. Observo que las tazas también desaparecen. Todavía no oscurece y ya son las ocho. Llegas y me saludas con seriedad. Inmediatamente te das vuelta para ofrecerme una mirada de ternura. Terminas de preparar la mesa y nos sentamos a comer. Hablamos de mil cosas sin importancia. Usamos nuestras manos de forma exagerada, grotesca. En un breve instante en el que el silencio es posible, observo la bolsa de basura que cuelga de un armario. Está agujereada y chorrea. De pronto recuerdo que alguna vez me llevaste a una esquina que da a la Panamericana porque era tu lugar especial. Pero era temprano por la mañana. Nuestras bocas olían a alcohol. Mis medias estaban rotas. Volvimos otro día, tiempo después. Era la hora mágica. Compramos unas birras. Unos maníes chinos. Nos la pasamos bien observando la procesión de autos como barcos que dejaban una estela de cemento y tierra. Este recuerdo caprichoso quiere de pronto convertirme en una ficción apremiante. Porque de este silencio de bolsa chorreando, de manos que quieren hacer desaparecer silencios, espero que nos podamos decir algo más. 
Me levanto de la mesa. Voy al baño. Paso por la habitación. Acaricio las sábanas que estiramos por la mañana. Te escucho lavar los platos. Camino hacia el living, enciendo el velador. Me acerco a la ventana. De la calle me llegan unas risas. Puertas de autos abriéndose. El motor que se aleja. De algún modo sé que se termina de esta manera. Con los mismos sonidos, los mismos colores. Metiéndonos dentro de las sábanas. Abrazándonos la piel. Levantándonos por la mañana. Yendo a trabajar.
Son las diez de la noche. El cielo está parcialmente nublado. La humedad es del cincuenta por ciento.

IV. Aire


Subo las escaleras concentrándome en la distancia de cada escalón. Me corro el flequillo porque me da calor. Huelo en mis manos el óxido de la baranda. Me abrís la otra puerta, la que da hacia dentro. Me siento en el sillón con la urgencia de querer situarme junto a los objetos que te rodean. Observo tus movimientos al dejar las llaves en la puerta, acomodarte la remera, correrte el pelo detrás de las orejas. Te observo mirar el piso, pensar una frase para disculpar el estado de tu casa. Salvo esto último, pienso que lo que observo son todos tus movimientos cotidianos. Me alegro sonriendo levemente. Eso te hace ruborizar. Disimulas sentándote en la silla del escritorio, preguntándome qué me gustaría escuchar. No esperas respuesta. Me decís, tenes que escuchar esto, es todo lo que está bien en el mundo. Yo te digo que vos sos todo lo que está bien en el mundo y te pregunto si te acordás de los besos detrás del sillón o de la vez que abrimos nuestras bocas y nos salieron sombras largas y densas, y de cómo todo eso fue luz también. Me ofreces un mate, me mostrás la planta que cuidas, la que no sabemos el nombre pero que vive a pesar de todo. Un cuadro impresionista decora tu baño. Tu cuarto desde las tinieblas invoca una tranquilidad fresca. Dejo a mis dedos pasear por las paredes mientras me pregunto cómo llegará el sol por las mañanas. Te pregunto si te acordás de los tachones en tus notas, de los libros que arreglaste con cinta, de la vez que me contaste que lloraste o cuando nos abrazamos cayéndonos por las escaleras. Me ofreces otra cerveza. Te prendes otro cigarro. Junto las migas que quedaron. Voy a la cocina y busco el tacho. Miro hacia afuera a través de la ventana y escucho como el grillo invita a la noche. Buscas las llaves. Te digo que las dejaste en la puerta. Mientras bajamos, te das vuelta tomando coraje y me preguntas si yo te quería decir algo. Te digo que solo quería saber cómo estabas. Le sacas tensión a tus hombros mientras una ráfaga de viento golpea la puerta que da hacia adentro. 
No te preocupes, pasa todo el tiempo.
Recibo tu abrazo a través de la reja que se cierra.








jueves, 5 de julio de 2018

Tríada



Una  desidia / una circunstancia / un pasaje / me recibe entera /juzgada por las sombras / que en silencio dictaminan / el correr de una tarde / las puestas del sol / a la velocidad del vértigo 

I. Fauna

Con el galope
de las sombras
entro en la noche. 
Los troncos inmensos
asientan la tierra
y yo corro 
porque hay luz plateada
que me ampara.
Tan rápido recorro 
los espacios danzando,
atraída 
por el olor del fuego.
Más allá 
las olas arremeten
y nos prestan el viaje
para acercar la voz
de los que tienen
un corazón pesado.


II. From you the flowers grow 

Dulces las cosas
que aprendí de vos.
Imperceptibles
y olvidadas
en mi extraña memoria
hasta que
la marea
las trae de nuevo
y se sienten
frescas en los pies
como después de
esperar el verano
todo el año.
Agarrá 
un disco cualquiera
y vas a ver
que todos 
los séptimos temas
te van a decir
algo más
que los otros.
Y te creí porque 
era tan cierto,
y quise quedarme
a esperar
como la arena mojada
enterraba mis pies,
quise quedarme
a esperar
si era cierto
que podría
desaparecer
si tan solo
me quedaba
ahí
quieta
como si
hubiese sido posible
alguna vez,
en esta línea 
de circunstancias,
realmente,
un momento
de quietud
entre nosotros.
Maravillosas
las cosas
que aprendí 
de vos.

III. Dedicatoria eterna

Un poco más cerca
de la tierra que vibra
un eco quiere llegar
limpio y claro.
Me dijiste
que son los muertos
que se dan ánimos,
asegurándose
que no es más que
una locura
en la que todos
tenemos algo que contar.
Me dijiste
que no es más que
otra circularidad
que funciona
con los sentidos afines
a nuestra nurtura.
Y que cuando la noche
cierra sus ojos,
todo lo que cruza 
el umbral
se transforma
en ese eco titilante
que se vuelve a incendiar.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Escritos en lápiz

Por qué la disciplina,
por qué el apuro.
Qué nos hace ser escritores,
escribidores,
fantasmas del tiempo.
Será cierto que 
cualquier momento
nos permite
una perspectiva del todo?
Hablaría como 
verdadera escritora
si me la creo?
O como afirman muchos, 
esto de que si no sale 
de tus entrañas, 
eyectado como sangre
de cualquier herida rabiosa.
Si no empuja,
patalea,
se esfuerza por ser
luz enceguecedora.
Valdrá la pena
las páginas,
las noches,
la acumulación
de palabras leídas,
de conocimiento 
ingerido con ansias;
o se trata 
de una gran puesta en escena
en un restaurante elegante
en el que fingimos
atragantarnos,
el abismo 
por el que caemos
cada noche?
Se torna incierto,
inseguro,
se nos sube la sangre,
nos late 
todas las venas del cuerpo
y pensamos que tal vez
todo esté más allá
del azul
más azul que el mar
que el rojo
más rojo que la rosa,
o en el medio de la muerte
de todas las palabras,
allí donde te indican
que no te detengas,
que no escarbes
en la médula retorcida,
en la ausencia de párrafos
para simplificar nuestra vida.

Bastará?
Bastará con explorar
la creatividad,
leer los consejos 
de aquellos que se organizaron
en sus propios métodos
para poner en palabras
sus propias sombras y clamores.
Bastará 
con el simple deseo,
el llamado que le queremos 
hacer al mundo:
estoy acá
abracémonos,
démonos un beso,
compartamos una tarde juntos.
Bastará 
con las cosas inventadas,
con el espacio limitado
de esta hoja
en la que escribo
la textura
el amontonamiento.
Bastará
con mi experiencia,
con el detalle,
con la anticipación
de los desastres esperados.

Qué 
me 
impulsa
querer
que 
me 
lean.

La
voz
se
pronuncia
escritora.


La inspiración flota
en las melodías
de cualquier ruido,
se acurruca
entre los asientos
de la vuelta a casa
camino al olvido
camino al encuentro.
Cuando odio
cuando amo
cuando le hablo 
a una amiga
sobre cómo están las cosas
y qué dijo 
alguien más al respecto.
Y está
en la atracción
hacia el invento,
en la duda 
de no saber
si el portazo lo inventé
para las líneas
o si fue real
e igual se encuentra plegado
en cualquier historia
que pueda contar.



Suenan las hojas
que se pasan
y se detienen
en todo lo que está dicho.
Otra vez
aprieto mis dientes,
muerdo mis uñas,
enmaraño los pensamientos;
acumulo 
escritos en lápiz
entre mis cuadernos
de flores y jardines.
De igual forma 
lo sé:
soy poeta,
condenada a ello,
y se siente muy bien.