viernes, 9 de julio de 2010

Somos dos: I. Entre sábanas.

.


Me duermo.
Digo, me viene el sueño. Digo, me pesan los párpados, me siento relajada, mi cuerpo se acomoda en esa posición algo extraña y no duele ninguna esquina, ninguna articulación. Tampoco suenan los dedos cuando los estrujo unos contra otros y los estiro hasta que se tensan, hasta que llegan al límite; ese límite que te hace dar cuenta que no dan para más, que ya no van a sonar.
Me duermo.


- ¿Qué?


Ya me desperté.


- Perdón.


Está bien.
Tengo los pies fríos. Me gusta tener mala circulación. Me gusta asomar la vista hacia el final de la cama y ver los pies un poco más allá de los ojos, casi bordeando los costados más ajustados de la sábana pero sin llegar al fin, y entonces es darme cuenta que nunca voy a crecer lo suficiente para desbordar la cama y abrazarla ida y vuelta con mis brazos y piernas. Digo, levantar mi cabeza apenas para ver los pies, los pies blancos, inertes, en ese otro lado. Pies muertos.


- Escucha.


¿Qué?


- Eso, de nuevo.


Me muevo bruscamente buscando cambiar mi posición para no hacerle caso. Lo habrá entendido porque se queda mudo unos instantes, boca arriba. Yo, con mi torso hacia la cama y mi rostro contemplándolo. Ahora entiendo que está esperando volver a escuchar lo que cree haber escuchado.
No es nada.


- Sí, lo es.


Y cuando me dicen las cosas con una convicción determinada, siento que de alguna manera me están derrumbando. Algo dentro teme y quiere manifestarse con tal fervor que me siento avergonzada y tengo que hacer un esfuerzo sublime para dejarlo en vilo, aprisionarlo y tirarlo al rincón más recóndito de mi ser sin procesarlo, digiriéndolo quizás en un lenguaje corporal ínfimo, como un pequeño tambaleo o un morderme el labio.


¿Entonces?


- Algo, no sé.


Los pasillos, los relojes, el espacio abierto entre la puerta y el piso. Las paredes y los sueños. Pesadilla. Malestar. Un vaso de leche. La tele encendida, mezclando sus emisiones con retazos de mal dormir y preocupaciones del día. El leve sonido de la almohada al ser arrojada cuando ya no sirve ni para imaginar que estas abrazando a alguien. Un motor que arranca, puertas que se cierran. Una persona que grita afuera.
Te imaginas.


- No.


Frunzo el ceño. Resoplo. Todo vale para sacar el miedo que ya se acumula en mis manos. Pero nunca voy a admitir que yo también escuché algo. Ese algo que no tiene más que la descripción de abarcarlo todo, de ser genérico por descarte. Se anuncia cuando menos te lo esperas. Lo hace de esa manera tan sincronizada para no entenderlo. Percibirlo pero no entenderlo. Aún así, se te queda en la piel resonando como si tu cuerpo mismo fuese una caja inmensa y vacía a donde van a parar todos los sonidos. Y ese algo cae como una gota de agua. Constante y frío.
Me queres


- ¿Qué?


Asustar.


- No. Tal vez,


¿Qué?


- es el viento


Sí. Las hojas en otoño ocupan la casa y la capa de tierra cubre todo lo que se descuida. Las trae el viento, como trae también a la lluvia y a los días secos.


- contra la ventana.


Las proporciones de los espacios en los que vivimos están mal distribuidas. Exageradas. La cama nuestra está acá, pero la separa un largo trecho de la ventana. Un trecho en el cual nada pasa, nada hay, nada podría suceder. Allí guardo mis ratos de meditación. Allí se pierden mis ojos cuando en la oscuridad buscan la luz que le niegan los horarios, luz que se filtra por aquella ventana. Ventana que de todos lados parece estar agujereada, mordida, a punto de hundirse en el olvido si no fuera por la pared que la sostiene, que se raja y descascara con el único propósito de seguirla sosteniendo.
Claro que es la ventana, si no cierra.


- Sí, es vieja.


Y sí.


- Entonces.


Claro, eso. Lo irremediablemente eso.


- Bueno.


Y los dos parecemos sincronizar en el mismo punto del techo en el que deseamos desaparecer. Sus manos también deben pesarle.
Dale, date vuelta.


- Dame sábana.


Buenas noches.

No hay comentarios:

Publicar un comentario