Mi
abuela solía contarme que se acordaba cuando de pequeña se le quemó la casa.
Una llamarada tan grande. Indestructible. Una cosa increíble y devastadora.
Todavía escuchaba como todo rechinaba con el gusto de sentirse derrotado. Como
de vez en cuando el techo se iba desplomando. Las escaleras. Las paredes. Los
vecinos decían que la había prendido fuego a propósito su padre porque
sospechaba que la madre salía con otro hombre. Pero ella no lo entendía a esa
edad. Simplemente su casa ardía para siempre junto con todo lo que podía
recordar. Creo que nunca lo entendió del todo de todas formas. Mi abuela es
cenizas ahora. O era. Mi madre las tenía
en un cofre en el jardín. No quería tenerlas dentro de la casa. Era gracioso
verla por las tardes regando las plantas mientras le charlaba al cofre. Eso lo
hizo hasta un día en el que se levantó y empezó a llenar cajas con objetos de
diferentes tamaños. Ensimismada en la televisión, no supe bien qué cosas eran
al principio, pero de vez en cuando me distraía el andar de mi madre desde el
interior de la casa al parque de atrás. En un primer momento hacía los
traslados con una disciplina rigurosa y lenta. Luego la dominó la impaciencia y
ya no se molestaba porque entre todo perfectamente en las cajas. Después ya no
le importó tirarlas así nomás, como le cabían en los brazos. Entonces fue
cuando noté la pila de muebles, objetos, ropa. El sillón de papá. Su radio. Sus
camisas. Sus trofeos. Sus medias y perfumes. Tan categóricamente padre y sin
embargo no servía siquiera para quedarse echado y regañar. Eso decía mi madre
mientras encendía una fogata de todo aquello.
Una llamarada tan grande. Indestructible. Una cosa increíble y devastadora. Me dijo “traeme a la abuela”. Vació las
cenizas entre las flores y echó el cofre al fuego antes de que los bomberos
llegaran. Antes de que los vecinos llamaran a los bomberos. Antes de eso, pude
ver como todo rechinaba con el gusto de
sentirse derrotado. Las cosas se tornaban blandas y absurdas. Empapadas de fuego. Verde. Azul. Violeta.
Rojo. Amarrillo. Rojo. Naranja. Rojo.
Aquel
mismo año me dijeron que el corazón es el órgano que más se resiste a la
combustión. Mientras el humo invadía nuestra casa, recordé al monje budista que
se prendió fuego a sí mismo hasta morir.
Reducido a cenizas, su corazón no se quemó. Me sigo oliendo las manos y
recordando aquello. Y lo recordé cuando cruzamos mirada y todo se prendió fuego
dentro mío. Una cosa increíble y devastadora. Dos miradas que se buscaron y
sintieron la vergüenza de sentirse expuestas, así, con esa brevedad de chispa
que incendió todo. Todo era rojo. Amarillo. Naranja. Rojo. Tu pelo. Tu rostro. La serenidad de tu
concentración. La esperanza de la admiración plena.
Me
pregunté entonces cómo mi abuela no pudo rescatar nada. Como mi madre no quiso rescatar nada.
En el este, los bosques se incendian en este
momento.
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