Cuando te veo me gusta imaginar que vos también la buscas a
Cesárea Tinajero,
que venís con el ánimo de arrastrarme hacia los negocios de
las galerías antiguas
como si fuese un ritual que solíamos hacer en nuestra
infancia,
y ahora no fuésemos más que niños comunicándonos con el
lenguaje del asombro.
Y aunque nunca sé qué va a pasar, salvo esta desazón,
me gusta que retumbes en todas las paredes,
volver cansada del día
y tener que inventar estas letras para hacer que te vayas.
Abro mis ojos a la noche y vuelvo a pensar
en esos primeros besos entre rascacielos y sótanos,
sentada en una escalera, sobre el río,
o en la esquina de
una calle cualquiera después de tanto caminar.
Cómo me veo a mí misma desnuda sin conocer el cuerpo que
visto,
absorta entre los objetos que te representan.
Cómo me vuelvo sola después de kilómetros de todo y nada.
Sigo la sombra de tus ojos,
sigo los pasos que me distancian de tu cuerpo.
Cuando cruzo se anula mi nombre,
y soy el pájaro y la jaula,
y me espanta lo fácil que es dejarse caer queriendo.
Y aunque sólo seamos estatuas o jardines roídos,
en nuestras bocas suceden tempestades en las que nos
despegamos los rostros,
en las que nos alejamos de leernos con las manos,
y nos damos el
privilegio del adiós.
Me anticipo a preguntarme si lo que hay entre nosotros es
crueldad,
pero tu letra me impugna,
me dice que no podrías contestarme con este viento,
no mientras lleve mis cuadernos como vicios,
como cosas bonitas en las que pretendo hacer del tiempo un
concepto en desuso,
y por los que entiendo que todo lo que aprendemos con
certeza del amor
son sus formas de destruirlo.